viernes, 21 de agosto de 2015

Rachmaninov y tú me hacéis hacer estas cosas a estas horas de la noche...

Ella era gris. Gris humo. Tan lúgubre que la oscuridad a su lado iluminaba, menos cuando abría los ojos.
Sus ojos eran tan grandes que se podían ver de noche con las luces apagadas, incluso con las persianas bajadas y las cortinas corridas era capaz de verme en sus ojos porque brillaban con destellos y locura. Y entonces podía ver mi reflejo en su mirada y mis ojos en sus ojos. Y sus ojos se reflejaban en mis ojos y entrabamos en un bucle infinito.
E incluso a veces olía hasta a chocolate. Dulce, rudo, duro y amargo. Porque realmente era de café de ahí su color y el hecho de que a mí me gustase casi tanto o más.
Su piel era clara allá donde no había lunares ni tatuajes-que eran recónditos lugares que había que buscar- y suave, tremendamente suave como un ovillo deslanado, erizado y raído pero al fin y al cabo, agradable.
Y su pelo era corto, o eso me parecía. Excepto cuando jugaba a tocar sus mechones. En esos momentos me parecía largo porque podía enrollarlo alrededor de mis pequeños dedos hasta dos y tres veces. Entonces me parecía terriblemente largo. Y olía a hierba y a cenicero.
Los dientes todos en orden. La sonrisa blanca y recta me recordaban a escalones mármol de una escalera, quizás a las de un hospital. Segura y horrorizante a partes iguales.

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